Si algo me gusta es leer, pero algo que me gusta más es recomendar lo que leo. Hace unos meses leí “Yo también vivía en esa casa”, del sacerdote italiano Ferdinando Rancan, y me pareció una lectura fenomenal para adentrarse en la vida sencilla y natural de Dios hecho hombre junto a sus padres terrenales. Dicho libro, que está basado en los Evangelios con un poco de la creación imaginativa propia de quien se adentra en ellos con actitud contemplativa, nos invita a meditar la historia de Jesucristo y de su familia, a meternos en las escenas de su vida diaria junto a sus padres, y a ser actores de ellas en cada una de las circunstancias de sus vidas.
San Josemaría Escrivá de Balaguer decía con frecuencia que,
«el Evangelio es la aventura humano-divina de Cristo y que hay que meterse en él como un personaje más, para aprender de Jesús su espíritu, detalles y actitudes».
También para sacar de ahí mismo fuerza, luz, serenidad y paz, y por supuesto para saber cómo seguir sus pasos, tal como lo hicieron su Madre Santa María y su santísimo padre José. Es por esto que considero este libro una lectura imprescindible para todo aquel que desee ser en serio un miembro más de la Sagrada Familia de Nazaret.
Este libro, se puede decir, fue escrito por el autor como el diario de un niño adoptado por la familia más maravillosa y feliz del mundo, sin alterar la realidad histórica y siguiendo fielmente la tradición popular y litúrgica de los Evangelios, pero enriqueciéndolo con su imaginación creativa. Con su narrativa, don Ferdinando nos encamina a formar parte de esta familia que nos abre sus puertas con la simplicidad, naturalidad y humildad de los niños pequeños, con su experiencia personal de niño huérfano, y con sus sentimientos y pensamientos propios.
Uno de los objetivos del autor es resaltar que, aunque la familia de Nazaret parezca sencilla en apariencia, es una familia extraordinaria: el hijo es la segunda persona de la Santísima Trinidad y Rey de reyes; la madre, la Reina de toda la creación y Madre de Dios; y el padre, el hombre más santo de la historia de la humanidad, verdadero esposo de María y padre putativo del Hijo de Dios. Nada más y nada menos.
La historia inicia con María y José como jóvenes solteros enamorados de Dios y de sus designios. Conforme esta avanza, se nos adentra poco a poco en los misterios divinos de la encarnación y nacimiento de Jesús, enlazando y explicando cada suceso con las enseñanzas y profecías del Antiguo Testamento. Nos narra los largos viajes que hizo la familia en la ida a Belén y por todo Judea, la vida en Egipto, el retorno a Nazaret luego de haber pasado muchos años como migrantes lejos de su tierra natal, así como sucesos de su infancia y primeros años de juventud hasta alcanzar la madurez necesaria para completar su misión. Una historia que nos deja siempre con hambre de querer saber más.
A lo largo de la narración, es inevitable no sentirse parte de esta hermosa y peculiar familia, viviendo en espíritu los vaivenes de su vida cotidiana y ordinaria, así como las aventuras, compromisos, problemas, infortunios y decisiones difíciles que tuvieron que tomar para sobrevivir, proteger al Redentor, y por supuesto cumplir la voluntad del Señor. Al estar narrado en primera persona, el libro es una completa poesía fecunda de oración con Dios, pues le habla directamente a Él, le alaba y le bendice durante todo el relato.
Es un buen recurso para aprender a tener un diálogo ininterrumpido con Dios-Niño y con nuestra Madre María. Es un encuentro con la Sagrada Familia y con otros personajes del Evangelio, que nos van enseñando a servir a Dios, a maravillarnos por su encuentro, a confiarle nuestras confidencias y a contemplarlo de una manera distinta e inflamada de amor, paz profunda y alegría silenciosa.
En lo personal, uno de los personajes más entrañables que más me marcaron y de los que entendí algo importante al leer su participación en la historia, fue Zacarías. Con su sabiduría y silencio nos enseña a hablar menos y contemplar más, pues como dice el autor: «las cosas de Dios se comunican con las palabras, pero se entienden con el corazón; y el corazón, más que con los labios, habla con los ojos». Algo de suma importancia que aprendemos también de María por medio de su canto de humildad, gratitud y alabanza a Dios, el Magnificat; y de otros personajes, como los pastores y profetas que se dedicaron a alabar, contemplar y bendecir al Niño recién nacido.
De uno de los coprotagonistas de esta historia —a quien se le dedican varios capítulos y con quien se tiene una conversación “de tú a tú”— se aprende que Dios siempre da la fuerza para hacer lo más acertado; que no debemos perder la serenidad, la compostura y la dulzura habituales aunque haya sufrimiento, dificultades y preocupación; que es imprescindible estar contemporáneamente en las cosas del mundo pero a la vez en conversación íntima con Dios.
Un personaje clave que nos enseña, aún en el silencio y luchando por pasar desapercibido, a alabar a Dios, a abandonarnos plenamente en Él, y a expresarle nuestro cariño con admirable naturalidad, humildad y obediencia. Referencia de prudencia, equilibrio, rectitud y sabiduría para Jesús en su educación humana.
Claro, estamos hablando de san José: hombre justo que Dios elige como padre responsable y esposo amoroso para su Madre, y maestro de contemplación y adoración para nosotros.
Por supuesto no se puede hablar de esta familia sagrada sin hablar del pilar, de la fuente, del huerto y del origen:
La Madre, tesoro intacto e inmaculado, que dio a Dios un "sí" firme y sin titubeos. María, que acogió al Hijo de Dios, reconociéndole Salvador de la humanidad, también nos acoge a nosotros, hijos suyos.
El autor, a través de la lectura, nos invita a hacernos niños y sentirnos como huérfanos a los que María adopta para incluirnos en su vida, en su casa, en los sucesos de su vida diaria, en su familia. Como le dice el autor en una conversación: «todo hombre puede hacerse en ti hijo de Dios». Todos cabemos en la familia de María, en la pequeña casa de Nazaret. Todos cabemos en su corazón, en el de su esposo, y por supuesto en el de su Divino Hijo, en donde habitamos desde siempre.
El libro está lleno de analogías preciosas, pero una de mis favoritas es que «la perla más bellísima se forma en la más espléndida y generosa de las ostras». Y con toda razón.
En María se gesta la salvación, en su vientre se desarrolla y nutre la joya más preciosa de la humanidad: el Niño Jesús.
María le nutre con su sangre, sangre que derramará luego en la Cruz; le da sus manos, con las que curará dolores, expulsará demonios y dejará que le traspasen con clavos; le da sus pies, que recorrerán la tierra y soportarán las piedras del camino al calvario; le da su rostro, vivo autorretrato, con el que nos verá, nos hablará y nos llamará a acompañarlo al cielo; le da su corazón, inmenso que nunca deja de latir, marcado por el ritmo de sus latidos para que crezca con expectativa humana y amor divino por nosotros.
No obstante, en la casa de Nazaret se vive también la vida con su ritmo ordinario: el padre, servicial, con un trabajo y responsabilidades propias; la madre, con sus competencias domésticas y cuidados amorosos hacia los suyos; el “hermanito”, que llena el hogar del amor de Dios con su sola presencia; y nosotros, con nuestra atención, entrega, alabanza y admiración a esta familia sencilla, cariñosa, llena de paz y tranquilidad. Una pequeña casa en la que todos somos incluidos.
Una de las principales enseñanzas del libro es que la familia es la mejor y más preciosa realidad y creación de Dios:
En la familia, el ser humano se descubre a sí mismo como persona, aprende a amar, a estimar la vida, a soportar el dolor, a compartir la alegría. Es un regalo inmenso y maravilloso del Señor, y Él quiso ser parte de una.
Es escuela de valores y virtudes, recipiente de bendiciones, en donde se aprende a vivir a disposición de los demás. Una familia es hogar, y hogar es donde el deseo de uno se convierte en deseo de todos. La familia de Nazaret es escuela de la alegría que nos lleva a la felicidad, de la entrega total de uno mismo, en donde se aprende a comprender, a entender las necesidades de cada miembro —sobre todo de los hijos— por medio del amor.
Para entender a Jesús, no hay que conocer solamente su vida o sus obras, sino que hay que cambiar el corazón, pues solo un corazón sencillo y limpio puede acoger la verdad y abrirse al amor de Dios. Nos toca entender a Jesús para poder seguirlo y amarlo, como hicieron José y María toda su vida. Nos toca permitir que los padres de Jesús limpien, acomoden, arreglen y decoren la choza de nuestro corazón, para darle un hogar digno donde descansar. Hogar donde padre, madre e hijo nos enseñen a salir de la esclavitud del orgullo para entrar a la libertad del amor. En otras palabras, solo el amor puede entender el dolor y solo el amor nos hace fieles.
Estimada Ana Belén.
Te felicito por tu reflexión y exposición, muy apropiada de la Sagrada Familia, y por la similitud que haces, de lo que deben ser las familias, con sus rasgos, sus actitudes y el cariño de la familia.
Nos permites también vislumbrar que eres una persona muy espiritual.
Gracias por tu aportación.