Para subir al cielo, hay que descender
La situación actual que vivimos como humanidad, nos ha enseñado muchísimas cosas y nos ha ayudado a mejorar en algunos aspectos, sin embargo, hay un aspecto demasiado preocupante que se ha venido haciendo cada vez más frecuente en las relaciones humanas: El miedo a las otras personas, lo que lleva a vivir a muchas personas ensimismadas y a buscar el bien de manera personal e individual.
En la vida cristiana, este fenómeno no es ajeno porque nos estamos creyendo la idea de que, el camino espiritual es una cosa entre Dios y yo, y que la fe se debe vivir exclusivamente de manera personal, lo cual nos está llevando a olvidar la vida de comunidad, y en consecuencia, el no compartir la fe y testimonio con los demás para avanzar espiritualmente. Hemos olvidado que Dios no hizo una alianza contigo ni conmigo, sino con Su pueblo, por lo que la salvación no se entiende de manera individual, sino comunitaria. Mi acercamiento a Dios me tiene que hacer más iglesia, más comunidad, más miembro de ese pueblo que va a ser salvo por Dios.
Una de las razones principales de este intimismo en el cual estamos cayendo, es porque nos hemos alejado del amor, de aquel amor primero.
Conozco tus obras, tu fatiga y tu paciencia; que no puedes soportar a los malvados y que has puesto a prueba a los que se dicen apóstoles y no lo son, y los encontraste mentirosos; que tienes paciencia y has sufrido por mi nombre, sin desfallecer. Pero tengo contra ti que has perdido la caridad que tenías al principio.
Apocalipsis 2, 2 – 4.
Hoy nuestros corazones están quebrados, estamos enfermos y heridos, y es por eso que hacemos un Dios a mi cabeza, lo que nos lleva muchas veces a querer que el prójimo sea como nosotros queremos que sea, y que se hagan las cosas como nosotros queremos hacerlas, y para poder sanar, lo tenemos que hacer a la luz de Cristo. Como nos dice el Papa Francisco:
Todos tenemos enfermedades espirituales, y no podemos curarlas nosotros solos. Necesitamos que Jesús nos cure; es necesario presentarle nuestras heridas y decirle: 'Jesús, estoy aquí ante Ti, con mi pecado, con mis miserias. Tu puedes liberarme. Sana mi corazón'. - Papa Francisco.
Ahora bien, sanar a la luz de Cristo, implica conocerlo, y si queremos realmente conocerlo, es necesario que primero aprendamos a conocernos a nosotros mismos, porque nos hemos hecho expertos en las vidas ajenas, y perdemos prácticamente cualquier tipo de examen de conciencia a profundidad nuestra. Nos hemos vuelto expertos en identificar enfermedades ajenas, pero nos anestesiamos para identificar las propias.
La iglesia siempre se ha beneficiado más de la revisión de la propia conciencia, que de la conciencia de los demás. - San Juan de Ávila.
Y entonces, es por eso que, sin el autoconocimiento corremos el riesgo de que nuestras ideas sobre nosotros, sobre Dios, sobre nuestra misión y vida, sean meras proyecciones. Yo no me puedo dar a los otros de verdad, si primero no me tengo a mí mismo. No me puedo comunicar correctamente con los otros, si primero no me experimento como soy yo, y muchas veces no soy quién soy, porque vivo lejos de mí, en la superficie. De esta manera, seré yo mismo cuando deje de ser a mi medida, para empezar a ser yo en la medida de Cristo, siendo así, que cuanto más me asemejo a Jesús, cuánto más tengo los sentimientos y actitudes de Jesús, soy más yo. Pero no se trata de entrar a mí mismo, y quedarme conmigo mismo, sino que se entra en sí mismo para así olvidarme de mí mismo y amar a Dios y a mi prójimo.
La salvación no está dentro de mí, está en salir de mí mismo. La semejanza a Jesús se prueba en la comunidad, porque cuando me encuentro con Él, ahí me encuentro a mí mismo y encuentro la paz y así puedo ayudar a otros a encontrar la paz.
Es descendiendo a nuestra condición terrena que entramos verdaderamente en contacto con el cielo, descendiendo a nuestras propias pasiones, descendiendo a nuestra voluntad, descendiendo a nuestro intimismo y egoísmo... solamente así podemos permitir que crezca Dios en nosotros, para darnos a los demás y elevarnos a Dios.
Para subir al cielo, hay que descender.