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Masculinidad a la luz del Evangelio: una senda firme y abierta al amor

Escrito por: Paulo R.


En tiempos donde la palabra “masculinidad” parece estar en disputa, tal vez sea momento de mirar hacia atrás… o más bien, hacia adentro. En las Escrituras, no encontramos una definición de hombre hecha de eslóganes o estándares rígidos. Encontramos algo más humano y más exigente: historias de hombres frágiles, decididos, tiernos, valientes. Hombres que caminan, dudan, se parten y se entregan.


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La masculinidad bíblica no es espectáculo ni mandato. Es vocación. Es camino. Y también es cruz.


Está José, el carpintero silencioso, que enseña que la fuerza puede estar hecha de ternura. Que un hombre puede proteger sin poseer, cuidar sin dominar. José no necesita palabras para sostener a su familia: le basta con la fidelidad, con esa disponibilidad que obedece a Dios incluso en la incertidumbre. José es obediente no porque no piense, sino porque confía. Es varón justo, no porque cumpla una norma externa, sino porque vive desde el corazón de Dios.


El Niño perdido y encontrado en el templo, Nacho, Maysa e Inmaculada Valdés. Retablo, 2014. Cedars School, Inglaterra.
El Niño perdido y encontrado en el templo, Nacho, Maysa e Inmaculada Valdés. Retablo, 2014. Cedars School, Inglaterra.

Miremos también a Moisés. No es el guerrero perfecto. Es un hombre con historia, con heridas, con temores. Teme hablar, se siente indigno, protesta, discute con Dios. Sin embargo, es elegido: no rehúye la misión. Se parte el alma por su pueblo. Sube montañas, escucha mandatos, carga con quejas. Y cuando todo parece perdido, intercede. Moisés enseña que un hombre no lidera desde el orgullo, sino desde la compasión. No basta con empujar hacia adelante; hay que aprender a sostener a los que se quedan atrás.


La oración de Moisés antes de que los israelitas cruzan el Mar Rojo, Iván Kramskói. Óleo sobre lienzo, 1861. Museo Nacional de Arte, Minsk, Bielorrusia.
La oración de Moisés antes de que los israelitas cruzan el Mar Rojo, Iván Kramskói. Óleo sobre lienzo, 1861. Museo Nacional de Arte, Minsk, Bielorrusia.

David, por su parte, nos muestra la tensión permanente entre el deseo, la fragilidad, la pasión y la búsqueda de Dios. Fue pastor, guerrero, rey, pecador, músico y penitente. Su masculinidad está tejida de canciones y lágrimas. Y aun en su pecado, nunca se aparta del anhelo de Dios. Cuando cae, no se justifica: suplica. Cuando pierde, no se endurece: llora. David nos enseña que el hombre que ora, canta y llora no es menos hombre, sino más humano. Más verdadero.


Rey David tocando el arpa, Gerard van Honthorst. Óleo sobre lienzo, 1622. Museo Central de Utrecht, Países Bajos.
Rey David tocando el arpa, Gerard van Honthorst. Óleo sobre lienzo, 1622. Museo Central de Utrecht, Países Bajos.

Y finalmente, está Jesús. Varón entre los hombres. No desde la superioridad, sino desde la entrega. Jesús no evade el dolor ni disfraza el miedo. Se deja abrazar, se deja quebrar. Conoce el llanto, la amistad, la traición. Lava pies. Perdona. Ama sin medida.


Es el rostro más claro de la masculinidad plena: aquella que no tiene miedo de exponerse porque se sabe sostenida por el Padre.


Jesús redefine el poder: no desde la imposición, sino desde la entrega. Redefine el liderazgo: no desde el trono, sino desde la cruz. Redefine la valentía: no desde la violencia, sino desde el perdón.


Hoy, cuando el mundo parece exigir a los hombres que elijan entre la dureza emocional o la pérdida de identidad, la Palabra ofrece otra posibilidad: ser presencia que acompaña, corazón que arde, hombro que carga, palabra que afirma, cuerpo que se ofrece. Y si bien este llamado no es exclusivo para varones, sí toca una fibra muy particular en quienes han sido llamados a vivir la masculinidad desde lo masculino.


Jesús lavando los pies de Pedro, Ford Madox Brown. Óleo sobre lienzo, 1856. Tate Britain, Londres.
Jesús lavando los pies de Pedro, Ford Madox Brown. Óleo sobre lienzo, 1856. Tate Britain, Londres.

Ser varón hoy —desde la fe— no es tarea fácil. Implica resistir estereotipos que hieren, hábitos que aíslan, discursos que confunden. Implica también sanar la imagen que muchos hombres tienen de Dios como figura distante o severa.


La masculinidad evangélica nace de saberse hijo.


Y nadie puede vivir una masculinidad sana si no ha sido antes sanado por la experiencia de saberse profundamente amado por el Padre.


Tal vez sea momento de reconciliarnos con la posibilidad de ser hombres sin necesidad de dominar, competir o huir. Hombres como los del Evangelio: de carne y espíritu, con heridas y con fe. Hombres que al final puedan decir como Pablo: «He peleado la buena batalla, he llegado a la meta, he mantenido la fe» (2 Timoteo 4,7). Hombres cuyo coraje se mide no por cuánto conquistan, sino por cuánto son capaces de entregarse.

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