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Dios me sacó del fango

Hola, no nos conocemos, pero tranquis, me presento, soy Cristhian Jirón, sierva inútil del Padre, tengo 21 años, soy de Nicaragua y aún no he terminado de estudiar mi carrera, Medicina.


Cuando recuerdo cómo comenzó todo y cómo he llegado a este punto, de estar escribiendo para ustedes, no me quedan dudas, que nuestro Dios y nuestra Madre son capaces de transformarnos de una manera tan maravillosa, que nuestra lógica no lo entendería. Les confieso que mi Yo de hace 2 años, no lo vería posible.


Para que me conozcan un poco más, les comento, vengo de una familia pequeña, dónde, Dios y Nuestra Santísima Madre, siempre han estado presentes, desde pequeña mi mamá nos inculcaba a mi hermana y a mí, en la fe católica que hoy profesamos. Mi papá es médico y para realizar su especialidad, tuvo que vivir fuera del país por más de 6 años, dejándonos al cuidado de mi abuela materna y mi madre, en ese momento yo tenía 4 años y mi hermana 2 años de edad, no entendía lo que pasaba, pero recuerdo que solo podía verlo una vez al año, por dos semanas; esto marcó mucho mis recuerdos de infancia, en mis oraciones, todas las noches, estaban las intenciones por su salud, su protección, y su pronto regreso.

Desde mi preescolar hasta mi secundaria y bachillerato, estudié en un colegio católico escolapio, donde aprendí más del catolicismo. A los 8 años de edad recibí el sacramento de primera comunión con mi hermana, recuerdo que ese día sentí el amor del Padre y al haberlo recibido en cuerpo y alma, me emocioné tanto, que lloré de felicidad antes de que terminara la Eucaristía.


Cuando cumplí 14 años, recibí el sacramento de confirmación, es un recuerdo que atesoro con mucho amor, la celebración se llevó a acabo, en la hermosa capilla de mi colegio, estaban mis amigas y compañeros de clase, dando el paso conmigo, el anhelo y los nervios que sentí por renovar mi sí con Dios, me vienen a la memoria, con un sentimiento de pureza que no sé describir con palabras.


Mi paso por el colegio, desde el punto de vista académico, siempre fui una estudiante destacada, que sabía lo que quería, amaba la clase de literatura e historia, pasar leyendo en mis tiempos libres, bailaba en ocasiones, no se me daba bien el tema de los deportes, pero era feliz. Tenía mi grupo de amigos, me encantaba pasar riendo con ellos.


Pero lo que les contaré, sucedió en mis años de secundaria, experiencia que se me hará difícil olvidar, antes era tan dolorosa, que no me gustaba hablar y que prefería ignorar y pensar que no me había pasado a mí, porque se sentía como si de nuevo estuviera reviviéndolo. Cuando estaba en tercer año de secundaria, año 2013, comenzó la agresión física y psicológica, mejor conocida como “bullying”, no se detuvo hasta graduarme, no fue un dolor individual, porque involucraba a mi grupo de amigas y a mi persona, nuestro dolor y sentir fue acompañado.


No recuerdo muy bien cómo comenzó todo o si existió en ellos un buen motivo para el odio que recibí, pero sé lo mucho que sufrí y lloré, las heridas del rechazo, de vergüenza, y miedo me calaron, poco a poco los agresores me quitaban más la dignidad y esencia de la persona que solía ser. Pasar de ser alguien feliz, sin problemas y desapercibida, a sentir las miradas de desprecio de mis compañeros, todo sucedió muy paulatino, primero las bromas “graciosas” en el salón, luego los apodos y comentarios vulgares, la perversión, hasta llegar al acoso en redes sociales. Les confieso que mis amigas y yo, sí tuvimos la valentía de hablar con las autoridades del colegio en muchas ocasiones, pero ellos no hicieron nada al respecto, pensaron que eran “juegos de adolescentes” y que no causarían repercusiones en el futuro, claramente se equivocaron.


Me volví una persona insegura, con resentimientos, que miraba su cuerpo con odio, una persona superficial, llena de envidia y tristeza, que solo quería graduarse lo más pronto posible; mis relaciones interpersonales se vieron afectadas e incluso mis calificaciones, comprobaban lo mal que lo estaba pasando.


Mi relación con Dios a partir del bullying, fue en declive, llevaba el “soy católica” solo de la boca para fuera (así decimos aquí en Nicaragua), porque realmente ya no oraba como solía hacerlo, y mis acciones demostraban todo lo contrario, a un cristiano.


En el 2016, comencé mi etapa universitaria, la carrera que tanto me gustaba desde pequeña: Medicina. Entré creyendo que lo vivido en secundaria, quedaba atrás y que el rumbo de mi vida seguiría su curso “normal”, pero no, no sabía ni cómo confiar en alguien para llamarlo “amigo”. Muchas cosas suceden en los 2 primeros años de universidad, yo seguía sin cambiar (con un corazón duro para evitar posibles daños, según yo), pero lo que más me marcó fue recibir la noticia que mi mamá, que siempre ha sido una señora fortalecida en el Señor, le había regresado el cáncer… llevaba batallando más de 5 años, y su pronóstico de vida, no era alentador.


La noticia claramente me derrumbó, pasaba llorando y renegando contra Dios, preguntándole, por qué ella, por qué mi mamá era la que tenía que sufrir nuevamente. Recuerdo que lloraba mucho y comencé a orar por su salud, y pedirle a Dios, por su sanidad, pero los días y meses pasaban y su enfermedad solo avanzaba más. Lo que me hizo pasar por mi desierto, donde ya no quería creer en nada, porque sentía que Dios me había abandonado y me había dado la espalda, ese momento fue crítico en mi vida, porque realmente me alejé de Dios por completo, dejé de asistir a la pastoral de jóvenes en la que estaba. Me parecía irónico ver cómo mi hermana y mi mamá, más se aferraban al amor de María y de Dios Padre, y yo ya ni quería ni hacía el intento de ir a misa, me rogaban que fuera a la iglesia, pero no, yo me enojaba mucho cuando me hacían la invitación, y cerraba todas las puertas de comunicación y posible reconciliación, solo me la pasaba enojada con el mundo y llorando sola, sin que me vieran, me llegué a sentir tan mal, que comencé a notar muchos cambios en mis actitudes que no eran propios de una persona emocionalmente estable.


Acudí a terapia psicológica estuve por un tiempo trabajando en lo que sentía, no les miento, si me ayudó para llevar mejor mis días en la universidad, pero al volver a casa y recordar lo que mi mamá sufría en silencio, todo era trabajo perdido. En una de las sesiones que tuve con mi psicóloga, le comenté lo vacía y desesperada que me sentía, no solo por la enfermedad de mi madre, sino porque todo se me había juntado, incluso había tenido episodios recurrentes de anorexia, para intentar encajar en un cuerpo que la sociedad sí aceptara, buscaba aprobación social, a pesar de los múltiples consejos y recomendaciones que me daba, no lograba superar lo que estaba cargando, ella propone terapia dual, tanto ayuda psicológica como psiquiátrica, es decir, comenzar con dosis bajas de antidepresivos también, los cuales tomé por un tiempo, lograban tranquilizarme y quitar los malos pensamientos, cuando estaba bajo ese efecto, no me sentía nada orgullosa de mí misma porque no llevaba una vida feliz ni en paz.


Recuerdo que en la siguiente sesión cuando le manifiesto la idea de dejar de tomarlos, de la nada surge el tema de la fe, de mi relación con Dios Padre, y al contarle más a fondo, ella me ayudó a identificar que estaba muy enojada y resentida con Dios por no haber sanado a mi mamá cuando se lo pedí, yo no lo quería aceptar, porque cómo podía estar enojada con alguien en quién ya no creía, quiero aclarar, que gracias al cielo, mi psicóloga es católica y de algún modo tuvo mucho tacto al hablar y me permitió abrirme al beneficio de la duda, de que, tal vez, solo tal vez, podía volver a creer como antes. A partir de ello, y de ese “quizás si vuelvo a orar o si vuelvo a la iglesia”, comencé con pasitos de bebé el recorrido, lo primero que hice, fue dejar los antidepresivos, diciendo que ya no los necesitaría más, que encontraría la forma de vivir una vida plena, con una convicción segura de redescubrir la felicidad que me habían quitado… y que yo me había quitado.


En medio de todo el proceso, gracias a la insistencia de un amigo, (que hoy estoy segura que fue un guía que Dios me envió) que forma parte del camino neocatecumenal desde hace algunos años, me convenció a escuchar las catequesis, e hizo posible que me integrara a una comunidad, claramente era la mano de Dios obrando, utilizando a mi amigo, para cumplir sus propósitos en mi vida. Pero, el proceso no fue nada fácil, me llevó a redescubrir esa necesidad que tenía por Dios y que estaba ciega al no aceptar que estaba sedienta de amor, de sanación y perdón, un deseo comienza a abarcar mi corazón, comprender que sí existe otra forma de vivir aun cuando piensas que tu vida no tiene remedio; me ayudaron a perdonarme primero a mí misma, amarme de verdad y reconocerme como Hija del Padre, a perdonar y orar por los que me habían lastimado, y por último, a pedir perdón también a los que yo había lastimado.


Siempre que cuento todo este proceso digo la frase “Dios me sacó del fango”, porque así es como lo siento, llegué sintiéndome tan sucia, vacía, cargando muchos pecados, e insegura de si estaba tomando una buena decisión, sin saber que encontraría todo, sin tal vez merecerlo. La convivencia con mis hermanos de comunidad, el sentirme libre de compartir mi vida sin tener que preocuparme por los juicios, la necesidad de la confesión y la invitación de ser partícipe de la Eucaristía, me llenaron, y me han transformado.


En lo que respecta a la enfermedad de mi mamá, ella sigue batallando, es duro, pero lo increíble es que antes, lo que tanto me hacía renegar y sufrir, hoy en día lo entiendo, acepto, y veo la bendición de Dios, tanto así, que siento la necesidad de agradecer la vida de mi mamá, de hacerla feliz y pasar buenos momentos. Además, he descubierto que estando cerca de Dios, puedes ver Sus gracias incluso en medio del dolor, lo que me ha ayudado a crecer emocional y espiritualmente, a ser más empática, a retomar el camino correcto a la santidad, a valorar a mi familia, incluso en mi carrera, llamada al servicio, ya estoy experimentando esos frutos.


Hoy en día me siento más que feliz, sonriente, con ganas de expandir el amor de Dios, que tanto me ha llenado y renovado, quiero dejar que more en mí Su Espíritu y ser instrumento y testimonio de vida para otros. A ti, que estás leyendo esto, te digo, créelo, Él te ama, nos ama, y no es ajeno a tu dolor, es el médico por excelencia, el único que puede sanarte si tú se lo permites, por eso, no te alejes más, búscalo y déjate encontrar, ora y abre tu corazón, permite que sea convertido en carne, que el resto, de la mano de Él, vendrá por añadidura.

«Ocúpate de Mí –decía Jesús a Santa Catalina de Siena–, y yo me ocuparé de ti».

El Señor no nos dejará solos.


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