
¿No es noviembre acaso el mes más bonito del año? Los bellos atardeceres, celajes multicolores que pintan el cielo, el clima delicioso que empieza a enfriar, los festines y grandes banquetes de inicios y finales de mes, la bondad y generosidad que comienzan a invadir los corazones… En pocas palabras, la antesala a las celebraciones navideñas.
Es noviembre el mes más bonito, pero no para todos. Tampoco para las pobrecitas almas del purgatorio, que tanto sufren y de las que no debemos olvidarnos.
Cuando se va acercando el mes de noviembre, nos acordamos de nuestros familiares y amigos difuntos, y en pensar cómo será la vida después de nuestra muerte; pero también del purgatorio, especialmente de las benditas ánimas purgantes —porque este es su mes— y que de nosotros depende que alcancen pronto el destino para el que, por Dios, fueron creadas.
¿Tiene el alma un último destino?

A través de los siglos, se nos ha enseñado que la muerte pone fin a nuestra vida en la Tierra, y se nos pide cuentas en el juicio particular, siendo nuestra alma inmortal la que recibe la retribución a nuestros actos: gozo o condena eternas, según hayamos vivido. El estado eterno de nuestra alma, nuestro destino último al momento de la resurrección, será determinado por nosotros mismos, por nuestros propios pensamientos y actos, pero sobre todo por nuestra capacidad de amar.
Según nos enseña el Catecismo de la Iglesia Católica 1022: "cada hombre, después de morir, recibe en su alma inmortal su retribución eterna en un juicio particular que refiere su vida a Cristo, bien a través de la purificación, bien para entrar inmediatamente en la bienaventuranza del cielo, bien para condenarse inmediatamente para siempre". En este sentido, san Juan de la Cruz en "Avisos y Sentencias", habla del juicio particular de cada uno como señalando que "a la tarde, te examinarán en el amor".
Pero, ¿a dónde va el alma al morir?

Si algo han tenido en común las diferentes culturas y religiones del mundo a través de los siglos, es la firme creencia de que al fallecer, el espíritu emprende el viaje hacia la morada eterna. Pero en realidad, solamente cambiará el estado en el que vivirá nuestra alma al separarse de nuestro cuerpo. Tema recogido en varios pasajes bíblicos, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, siendo los más representativos los evangelios de san Mateo y san Lucas, y las cartas de san Pablo, así como en testimonios de santos videntes y místicos alrededor del mundo.
De las tres opciones que tenemos para elegir como destino eterno, el purgatorio es el menos conocido, pero probablemente el más concurrido. Es por todos sabido que si eres buena persona, vives en gracia, obras bien, cumples la voluntad de Dios y mantienes una estrecha relación con Él, vas al cielo; y si haces todo lo contrario, al infierno. Siendo ambos para siempre. ¿Pero el purgatorio? ¿Es un punto medio? Veamos, en líneas generales, cada uno de nuestros posibles destinos dantescos según lo hayamos merecido:
Bienaventuranza del cielo: la luz al final del túnel, paraíso celestial, hogar de los ángeles y santos, la purificación perfecta de todo pecado, donde veremos cara a cara a Dios y viviremos por siempre con Él, contemplándole. Es la relación viva y personal con Dios, la vida perfecta y la comunión de amor con todos los que viven ya el estado supremo de la dicha eterna.
Condena inmediata: el fuego que nunca se apaga, el dolor que no cesa, el horno ardiendo, el tormento del alma, la extrema agitación, el sufrimiento y la muerte interminables en donde la pena eterna será permanecer separados de Dios por no haberle amado a Él ni a los demás. El infierno no es más que la angustia del castigo autoimpuesto, del cual hay que huir…
Purificación temporal: las llamas que queman pero que no consumen, la aflicción sin tiempo, el desconsuelo indefinido, la ilusión del gozo pausado: la misericordia de Dios ante la imperfección del alma que no está lista para descansar. El purgatorio es el pesar de estar a un paso de Dios sin poder verle, porque el alma necesita antes la expiación de todo mal que se pudo cometer, pero con la esperanza de alcanzar un día la alegría eterna. En otras palabras, una segunda oportunidad, la experiencia del camino hacia la eternidad.

Se puede concluir entonces que nuestra forma de vivir en la Tierra determinará la forma de vida eterna de nuestro espíritu. Al fallecer, se nos pedirá cuenta de cada cosa que hayamos hecho, dicho o dejado de hacer y de decir, de la grandeza o la dureza de nuestro corazón. Cada acción y cada palabra contará, pero sobre todo lo que hayamos dicho y hecho con amor auténtico —desinteresado— por Dios y por quienes se crucen en nuestro caminar terrenal.
Entonces, ¿por qué noviembre?
Siguiendo la Tradición y el Magisterio de la Iglesia, el mes de noviembre se dedica a los difuntos por dos razones: porque litúrgicamente inicia con la celebración de todos los Santos, que es contemplar la santidad de todas las personas, reconocidas y anónimas, que ya gozan de la felicidad perpetua. Y porque a esta fiesta, le sigue la conmemoración de todas aquellas personas que ya fallecieron, pero que al momento de morir, su alma no estaba tan limpia para alcanzar el cielo y deben pasar su proceso de purificación. En este día se pide por todos los difuntos en general, pues ignoramos el destino último de estas personas y no podemos dar por sentado que todos van al cielo.
Antiguamente, hasta finales del siglo XIX, la Iglesia requería a los fieles realizar durante todo el mes de noviembre distintos ejercicios, sufragios (misas, novenas, comuniones, etc.) y actos de fe en favor de las ánimas del purgatorio. Pero en la actualidad, debido a las dificultades de la vida cotidiana por encontrar un tiempo, se destinó un día específico: el 2 de noviembre. Fechas que coinciden con fiestas paganas celtas y costumbres mesoamericanas de la antigüedad, en las que también contemplaban el misterio de la muerte y la posibilidad de una vida eterna luego de ello.

En este día, así como durante todo el mes de noviembre, se pueden ofrecer distintos ejercicios espirituales por los difuntos, tales como: el "Mes de Ánimas de san Alfonso de Ligorio" o la "Novena a las benditas ánimas"; ofrecer misas, comuniones y ayunos; rezar el santo rosario por los fieles difuntos, el Via Crucis los días lunes o la oración de Santa Brígida los viernes; jaculatorias como Requiem æternam o leer el Salmo 130 (conocido también como "De Profundis"); incluso ofrecer indulgencias y pequeñas mortificaciones para ayudar a las ánimas benditas a salir del purgatorio y encontrarse definitivamente con Dios.
¿Se imaginan cuántas almas se librarían del purgatorio durante todo este mes, dedicado especialmente para ellas, si por una novena se libran mil almas? ¿Cuántas serán por todos los sufragios ofrecidos durante treinta días consecutivos?
¡La fiesta que ha de haber en el cielo cada vez que entra una sola alma!
Por eso me atrevo a decir que el cielo es una fiesta constante durante todo este mes de noviembre, y con toda razón, ¡es el mes más bonito del año!
Estimada Ana Belén.
Muy bonito tu comentario sobre las benditas almas del purgatorio y tienes toda la razón, las olvidamos, y no ofrecemos a Dios oraciones o pequeños sacrificios, porque a veces no queremos molestarnos.
Espero que tu reflexión nos haga darnos cuenta del valor que tiene orar por ellas.
Te felicito por tu aportación.