Cuando era pequeño y estudiaba el segundo año de primaria, recuerdo claramente que hubo un concurso en el cual participe; consistía en dibujarnos a nosotros mismos en el futuro, haciendo lo que soñábamos ser. Ese día bajé corriendo del autobús escolar, llegué muy emocionado a mi casa y le dije a mi papá que me ayudará porque quería dibujarme siendo un astronauta. Pasamos la tarde entera haciendo el dibujo y agregando detalles con todo tipo de pinturas, la emoción no se detuvo en ningún momento y al final concluimos lo que para mí era una auténtica obra de arte.
Conforme fui creciendo mi sueño de ser astronauta seguía latente, me apliqué en las matemáticas y era de los mejores de mi clase. Disfrutaba ver las estrellas y clasificarlas por constelaciones, siempre al lado de mi papá. En los viajes de verano que realizábamos al pueblo de dónde mi mamá es originaria, más de una vez me imaginé saliendo de la atmósfera del planeta, incluso podía imaginar mi nombre en las noticias haciendo historia al ser el primer mexicano que pisara la luna.
Cuando salí de la secundaria e ingresé a la preparatoria descubrí el apasionante mundo de la medicina. Decidí entonces, que ya no sería astronauta sino que sería médico y que me dedicaría a salvar vidas. Me adentré cada vez más y más en la medicina. Leía, investigaba, disfrutaba mis clases de educación para la salud y soñaba con ser un cirujano cardo torácico. Al mismo tiempo comencé a entrenar taekwondo, disciplina en la que igualmente fui avanzando. Llegó el momento de entrar a la universidad y elegí como era de esperarse la carrera de medicina. En el deporte, competí en un selectivo para la UNAM (en dónde estudiaba) y fui elegido para conformar la selección estatal.
Mis sueños en esa altura de mi vida no eran los mismo que cuando tenía 8 años y emocionado me dibujaba como astronauta. Ahora, soñaba con hacer investigación, tener un nombre de peso en el mundo, seguir entrenando, ser campeón y entonce ser feliz.
Cuando concluí el primer año de la carrera me di cuenta de que no podría sobresalir en el deporte y en la escuela si hacía ambas cosas al mismo tiempo por lo que fue necesario tomar una decisión: estudiar medicina o entrenar taekwondo. Después de pensarlo por meses y platicarlo con mis papás, finalmente opté por dedicarme únicamente a entrenar. Mis papás, es necesario decirlo, siempre me apoyaron en todo lo que decidí; ellos sólo querían verme cumplir mis sueños.
Con el deporte como mi única responsabilidad, entrenaba de lunes a domingo 5 o 6 horas al día. Me esforzaba y poco a poco el sueño de competir en justas internacionales fue creciendo. Entre mis compañeros de entrenamiento había una campeona panamericana, un segundo lugar panamericano juvenil, campeones y medallistas nacionales. El sueño se veía al alcance de mi mano, con esfuerzo, dedicación y mucho trabajo duro estaba seguro de que tarde o temprano lo iba a lograr, sin embargo los planes que Dios tenía para mi vida eran totalmente diferentes.
Pertenezco a una familia católica y que siempre me inculco el amor a Dios, me enseñó a orar, me transmitió valores cristianos y siempre ha sido muy amorosa. Mi Ita (abuela) siempre me llevaba los jueves a comprar mandado al tianguis de la colonia y pasábamos invariablemente al templo a orar con el Santísimo. A mí me invadía una mezcla de temor y paz siempre que estaba frente a Jesús Sacramentado. Temor: porque sentía que podía quedarme ahí todo el tiempo y que nada me iba a faltar; eso me asustaba y no lo comprendía. Con el tiempo deje de frecuentar al Santísimo y olvide esa sensación; más tarde en mi vida cuando me reencontré con Nuestro Señor, este recuerdo fue fundamental para entender mi vocación.
Volviendo a la historia de mis sueños, todo estaba dispuesto y en realidad anhelaba cumplir todo aquello que deseaba. ¡Eran mis sueños, era todo lo que yo quería, era todo lo que yo esperaba de la vida! Pensar en no cumplirlos me hacía sufrir inmensamente, para mí era lo más importante en el mundo aunque en realidad no me sentía en paz. Algo me faltaba, había una sensación de vacío que nada podía llenar. Yo juraba que al cumplir mis sueños esa sensación desaparecería y todo sería perfecto. ¡Vaya que estaba equivocado!
Por cosa de diosidencias, es decir, esas casualidades de la vida que sólo se pueden entender desde la fe; un amigo mío me invitó a un campamento con los Salesianos. Durante los días de campamento me encontré de frente con Dios y fui capaz de experimentar la felicidad y la alegría más grandes de mi vida; tanto que mientras les escribo estas líneas esa misma alegría me invade y me hace sonreír como un loco. El segundo día del campamento un sacerdote que para variar se llama como yo: Paulo, me invitó a ser parte de los Salesianos de San Juan Bosco, recuerdo claramente mi respuesta: “No, gracias por la invitación pero mi sueño es casarme, tener hijos y ser un laico comprometido con la Iglesia”.
Mi encuentro con Dios fue tan grande que comencé a experimentar una inmensa necesidad de hacer oración, todos los días al despertar platicaba con Dios como con mi mejor amigo, también comencé a frecuentar los sacramentos y poco a poco la Eucaristía diaria se convirtió en mi mayor necesidad. Aún así, yo seguía aferrado a lo que yo quería, me daba miedo pensar en lo que Dios quería de mí, me aterraba abandonar mis sueños, sentía que eso sería un gran fracaso, sin embargo, me faltaba comprender que a veces los sueños que nos creamos por más que los amemos y los deseemos no son nuestro fin, son solamente un momento de preparación para cumplir la voluntad de Dios.
La vocación es un llamado, no un sueño al que debamos aferrarnos. La vocación es el camino que nos lleva de forma directa a la Santidad. Somos parte de una Iglesia Universal, «formamos un solo cuerpo» como lo diría San Pablo en la Primera Carta a los Corintios 12, 12. Al ser sólo una parte del cuerpo de la Iglesia, Dios nos ha bendecido y enriquecido con una gran variedad de dones. Todas las vocaciones son igual de valiosas y todas tienen el mismo fin: llevarnos a la santidad. No importa si Dios nos llama a la vida religiosa, al sacerdocio, al matrimonio o a la soltería, lo que realmente importa es estar atentos a la voz de Dios para poder escuchar el llamado que nos hace.
Soy un religioso de la Orden de Frailes Menores fundada por San Francisco de Asís, jamás lo soñé, jamás lo desee, jamás lo imaginé; perdí aquello que era mi sueño y puedo decirles hermanos con toda certeza que si entregamos lo que somos respondiendo al llamado que el Señor nos hace, Dios jamás nos mutila, Dios nos plenifica.
¡Paz y Bien!
Fray No había tenido la oportunidad de leerlo, muy padre su testimonio, y puedo ser testigo de la felicidad que irradia cuando de repente nos lo encontramos.
Qué bello tu testimonio. Me encanta eso que dijiste sobre que la vocación es un llamado y no un sueño al que debemos aferrarnos. Dios te bendiga! Gracias por compartir. ♥️
Desde que te conocí me llamaba mucho la atención el brillo en tus ojos y la expresión de tu rostro cada vez que cantabas en el coro de la parroquia. Leyendo tu testimonio confirmo que no existen las coincidencias, la voz de Dios siempre está en nuestras vidas pero debemos saber escucharla y darle una respuesta. Felicidades! Haz encontrado un gran tesoro Fray Paulo!
Es muy motivante tu testimonio de vocacion, muchas felicidades y que Dios y la Vírgen te sigan guiando,
Cuánta razón te asiste, y la vocación no se complementa sino es en la presencia de Dios... Las palabras del santo de Asís al momento de su tránsito resuenan ahora en mi corazón: "comencemos hermanos, por qué hasta ahora poco o nada hemos hecho..."