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Dios hace nuevas todas las cosas

Soy una gran bendecida y cuantas veces no lo supe descubrir en mi día a día. Nací en un hogar en donde Dios era la persona más importante. Asistíamos a misa los domingos, se rezaba en familia. Básicamente crecí en el amor a Dios desde pequeña.


Mi fe siempre fue estable, con altos y bajos, pero no diría que haya tenido un encuentro personal y profundo con Dios.


Seguro han sido una serie de acontecimientos los que provocaron que lentamente mi relación con Él se enfriara. En mi vida me he mudado muchas veces a causa del trabajo de mi padre. He cambiado de colegio, de amigos, actividades, hobbies y hasta incluso, en las formas de rezar. La constante adaptación me ha regalado una serie de beneficios, pero no he logrado mantenerme fiel en lo más importante: mi diálogo con papá Dios.


Muchos años estuve en la búsqueda de mi identidad, mi propósito de vida, adaptándome siempre a las circunstancias y personas con las que me rodeaba.


Me entregaba a medias en todo lo que hacía, por ende, Dios no era la excepción. No encontraba una persona que me pudiese acompañar espiritualmente y me ayudara a transitar este camino en la fe.


Sin embargo, Dios se encargó de buscarme, al igual que al hijo pródigo. Con su paciencia, ternura y misericordia, salió a mi encuentro en un retiro de preparación para la confirmación. Recuerdo ese día como si fuera ayer, mi corazón ardía de alegría, amor, una hermosa experiencia de encuentro personal con Dios como lo vivieron los discípulos de Emaús.


Este encuentro tan emocionante y profundo con Jesús, se vio nuevamente puesto a prueba. Al año nos volvimos a mudar de Buenos Aires a mi ciudad natal, Córdoba, dejando atrás grandes amigos en la fe que poco a poco iba fortaleciendo.


Ya en mi nuevo hogar, comencé mi búsqueda de una comunidad en donde compartir y crecer en la fe. Lo encontré en un pequeño santuario donde nuestra Virgen María ha querido quedarse. Su nombre es la Virgen de Schoenstatt. Claro, no todo era color de rosas, como Dios nos da la libertad de amarlo, debo admitir que no fui del todo constante. Mi vida entera no lo había sido y permanecer en un lugar tanto tiempo no me era del todo fácil.


Hasta que un día tuve que parar. No podía seguir viviendo con tibieza mi fe, no me llevaba a ningún lado y solo empeoraba las cosas. Como buena aliada de María, ella mi gritaba que siguiera a su Hijo. Fue allí cuando decidí participar de una misión de verano, la cual, ME CAMBIÓ LA VIDA.


Descubrí la huella de Dios en cada acontecimiento, en cada dolor, alegría, mudanza, silencios, rupturas. Él estaba allí, siempre había estado y me estaba pidiendo que también permanezca en su amor.


En el silencio de la oración, pude ver el sueño de Dios en mi vida, y allí me encaminé a seguirlo, a tope, con todo mi ser. Había experimentado su consolación a través de la Misa diaria, el santo rosario, la confesión y la adoración y no debía quedarse solo en eso. El haberlo vivido era una invitación a buscarlo con más fuerza y contagiar a otros este gran amor. Como nos dice Mateo 6,33: "Busca primero el reino de Dios y su justicia y lo demás se dará por añadidura".


Mirando el camino recorrido, solo me queda decir:


Jesús, en vos confío. Te dejo todas mis preocupaciones, miedos e inseguridades. Dejo que tú hagas en mi vida y aunque me cueste, ser siempre arcilla en las manos del alfarero, que su obra estará completa, si me dejo moldear.


Yo soy testigo de Su amor, de la búsqueda constante del propósito de Dios en mi vida. Hace unos años soñé y oré por mi vocación y profesión. Con insistencia, con convicción y acción. Y hoy puedo decir quién soy: Fiorella Bagatello, hija de Dios.


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